lunes, 23 de septiembre de 2013



Ilustración Irene

Vente, vente

Vente, vente

       Nada más escuchar aquella introducción de guitarra flamenca, los veteranos de la compañía de teatro acudíamos a la zona de baile de nuestra gran sala diáfana.
    
       De puntos dispersos mutábamos en líneas convergentes que, al alcanzar su objetivo, estallaban de alegría al son de vítores: “¡viva Rocío!”, “¡va por ti, guapa!”,  para empezar a bailar, emulando la gracia y el arte con la que tantas veces ella nos había deleitado, mientras cantábamos a gritos “su” canción. “Vente, vente”, decía la letra y nuestros ojos brillaban de nostalgia.

      Quizás, en algún instante de los minutos que duraba la canción, a Rocío le pitaran los oídos o se le regocijara el alma al otro lado del charco, donde Cupido la había enviado tras flecharla con un porteño. Sí, tal vez aquellas notas musicales, impulsadas por tanto anhelo, fueran capaces de colarse por el pedazo de cristal roto de la vidriera, para ascender por el patio vecinal dispuestas a atravesar ciudades y campos, deslizarse sobre el océano y, finalmente, estrellarse en su pecho. Y puede que Rocío riera sin venir a cuento en el momento en que la canción terminaba y nosotros explosionábamos de júbilo entre palmas y carcajadas.

a la hora de aparcar

A la hora de aparcar

   
        ¿Por qué será tan difícil aparcar en este barrio? Y, ¿por qué alguno se cree con derecho a ocupar dos plazas? Mira ése, ¿por qué siendo tan pequeño ocupa lo que un camión?

         ¿Cuándo me decidiré a llevar una navaja en la guantera?, ¿llegará el día en que me baje y raje alguna rueda?, ¿me bastará con una?, ¿me sentiré bien?, ¿será tan gratificante como imagino?

viernes, 23 de agosto de 2013

Y ahora... ¿qué?


Y ahora... ¿qué?

            Se dirigió al despacho de su marido para consultar un libro.  Descorrió la puerta con ambas manos  y en el mismo instante en que la abertura le permitió contemplar el interior de la estancia, su mirada fue directa al porta-retratos que contenía su rostro sonriente y feliz, situado sobre el escritorio brillante de roble macizo.
          
            Al observarlo, boca abajo contra el tablero, un calambrazo recorrió sus tripas y las piernas  le empezaron a flojear. Temerosa de que dejaran de sostenerla, encorvada dio un par de pasos temblorosos hacia una de las sillas destinadas a las visitas, colocadas junto al borde del buró.  Se apoyó en el respaldo para terminar el recorrido que le permitiría dejarse caer sobre el asiento.

            No podía desclavar los ojos del mal colocado objeto. Su cara apelmazada contra el cristal le impedía respirar. Se desabrochó un par de botones del cuello de la blusa mientras se sumergía en la más profunda y densa oscuridad. El marco, a modo de ventosa incrustada en la madera,  inhabilitaba la escapada e impedía la más mínima entrada de aire y luz. Lo peor para ella era la losa que aplastaba su cabeza y de la cual sospechaba no poder liberarse jamás.

jueves, 13 de diciembre de 2012

definitiva


La definitiva

       Elsa estaba terminando de recoger la cocina cuando los alaridos y blasfemias de su marido llegaban desde el área de labranza. Se acercó a la ventana a tiempo de verle pegar una patada al arado y empezar a dar saltos “a la pata coja”, con una mano en el pie que tenía en vilo, emitiendo gruñidos de dolor.

          En cuanto pudo tener sus dos apoyos de nuevo en el suelo, hizo ademán de propinar otro puntapié a su herramienta de trabajo pero, en el último instante, se frenó y dio media vuelta.

           Con los dientes y puños apretados, hombros elevados y cabeza al frente, atravesaba su tierra directo al árbol donde tenía atado a Stan, su perro. De inmediato, el animal adoptaba postura de sometimiento, dispuesto a recibir toda la cólera de su dueño.

           Encogida hasta el alma, Elsa cerraba fuertemente los ojos y tapaba sus oídos.

           —No, no, otra vez no, por favor, no... —decía con mezcla de súplica y sufrimiento.

         Las lágrimas chocaban contra sus párpados. Nada podía impedir que los quejidos de Stan, despertaran su memoria. Sentía los golpes, tan reales, como cuando los recibía ella. Pero el perro era mucho más duro, no se desvanecía, y el martirio se alargaba hasta que, jadeante y sudoroso, su dueño paraba de puro agotamiento.

          Elsa retornaba a la soledad de su cocina, sentándose, lenta y temblorosa, en una silla frente a la mesa. Con los codos apoyados en ella y las palmas de las manos sosteniendo sus sienes, intentaba respirar profundamente para disolver el nudo de culpa instalado en su pecho.

       Se odiaba por haber sentido alivio cuando su marido le comunicó que el perro la sustituiría como saco de golpes, porque ya no le servía para la caza.

            —Curarte a ti, me sale más caro —había concluido con tono triunfante.

           La escena se proyectaba una y otra vez en su imaginario. Fruncía los ojos para impedir verla. Imposible conseguir que dejara de quemar en lo más profundo de su cerebro.

           —¡Soy lo peor!, ¡lo peor! —repetía al son de sus puños golpeando el tablero.

           Dejó caer la cabeza sobre sus antebrazos y lloró como una niña.

          Llenó un pequeño barreño de agua, buscó un trapo y abrió el cajón para coger las tijeras y hacerlo tiras. Mientras cortaba el tejido, las lágrimas volvían a deslizarse por sus mejillas. Recordaba las numerosas ocasiones en que había pensado liberar a Stan y en su cobardía por no haberlo llevado a cabo.

          —¡Dios mío!, que no muera, ¡te lo suplico!

      Con las tiras en una mano, las tijeras en la otra y el barreño lleno esperando en el fregadero, volvió a la ventana. Los ojos se clavaron en su marido. Estaba a punto de terminar la longitud del surco que le mantenía de espaldas y de girarse para comenzar uno nuevo, paralelo y de cara a ella. Mientras él se acercaba, Elsa se desahogaba sabiéndose a salvo de no ser escuchada.

      —¡Tu eres el verdadero animal!, ¡ese perro te entregó sus mejores años!... ¿Cómo puedes?, ¡monstruo, que eres un monstruo!...

          Escuchaba las palabras como si no fuera su boca quien las pronunciara. Algo extraño se apoderaba de ella y estaba dispuesta a dejarse llevar como nunca lo había hecho.

         En el mismo instante en que su marido volvía a virar y a mostrar espinazo, Elsa vio a Stan levantar la cabeza para lamerse la pata.

         —¡Estás vivo!, ¡estás vivo! —exclamó con alivio entusiasmado.

       Miró las tiras y las tijeras en sus manos. Las arrojó contra el suelo y fue en busca de su mejor cuchillo. Echó un nuevo vistazo a su esposo, percibiéndole a una distancia apropiada. Asió el mango del arma fuertemente y, sin pensárselo dos veces, espetó: “¡ahora!”, y salió corriendo.

         Sin despegar la vista del lomo de su esposo, llegó hasta Stan y cortó la cuerda.

         —Vete, Stan, fuera —le dijo casi susurrando.

      El perro logró levantarse a duras penas, pero permaneció inmóvil a sus faldas. Elsa empezó a sacudir sus brazos hacia la lejanía, reforzando el movimiento con golpes de cabeza y repetidos “venga”, emitidos con la garganta casi cerrada. Sus ojos iban y venían del amo al perro y viceversa, el ritmo cardiaco se le aceleraba y Stan seguía sin moverse.

       Elsa decidió ir al porche y coger la escoba para obligarlo. Al darse la vuelta, palo en mano, observó como Stan, en un intento de ir hacia ella, tras dos tambaleantes pasos, se derrumbaba sobre sus patas.

          Elsa, tras comprobar que su marido continuaba a lo suyo, soltó el útil de limpieza y corrió hacia el perro. De rodillas junto a él, acariciaba su cabeza ensangrentada.

         —¡Qué he hecho!... ¡seré estúpida!... ¡si no puedes ni con tu alma!

       Stan alzó un poco la cabeza para dirigirle una mirada y volver a bajarla. Elsa levantó la vista. Su marido comenzaba a voltearse. Se levantó como un resorte quedándose paralizada. Sus piernas comenzaron a temblar y las vibraciones, poco a poco, fueron esparciéndose por todo su cuerpo. Sus dientes castañeteaban y sus sienes retumbaban mientras sus ojos permanecían anclados en su marido que, cuando levantó la cabeza del arado, empezó a vociferar:

       —Pero... ¿qué cojones has hecho?, ¿cómo te atreves? —y dirigiéndose hacia ellos—¡Ahora verás!

          Elsa sintió una punzada en las tripas. Su cabeza iba de derecha a izquierda, mientras su mente buscaba una salida. Su mirada periférica abarcó la furgoneta, aparcada en el lateral de la casa. Su marido alcanzaba la mitad del recorrido.

         Levantó a Stan del suelo protegiéndolo en su regazo, se dirigió a la entrada de la casa, cogió unas llaves de la mesita del recibidor y corrió en dirección al vehículo. Stan emitía gemidos de dolor con el traqueteo.

         —Aguanta, Stan, aguanta.

        Llegaron hasta la puerta del copiloto. Elsa la abrió y depositó a Stan en el asiento con diligencia y cuidado. Bordeó la furgoneta y ocupó el lugar del conductor lo más rápido que pudo. Con la sensación de ser otra persona, introdujo y giró la llave en el contacto.

      La prisa y la falta de costumbre provocaron que, al iniciar su marcha, las ruedas derraparan escupiendo una gran nube de polvo y arena que se estrelló contra la llegada de su marido.

        A través del retrovisor, Elsa le contemplaba, petrificado, observando la furgoneta alejarse.

coincidencias


Coincidencias


     Aquel día, me levanté tan feliz, que pegué un grito y el muro de mi habitación se derrumbó.

            Mi vecino, recién salido de la cama, con el pelo alborotado, se estiraba mientras emitía un sonoro y potente bostezo que me traspasaba, arrastrando mi melena “al viento”.

         Cuando sus ojos se abrieron y me vio, sus órbitas se volvieron como platos, pegó un “alarido” que abrió de golpe la ventana y, a través de ella, echó a volar.

           Tan deprisa iba, que no pudo esquivar al pequeño gorrión que, tras chocar contra él, se le coló por el elástico del pijama.

          Al sentir el impacto, mi vecino bajó la cabeza y su mirada fue directa a su entrepierna. Dos alitas ahuecaban la bragueta y un pequeño pico aparecía, seguido de una cabeza de pájaro, un tanto desorientado.

           El pequeño ave volvió a ocultarse rápidamente tras la abertura, cuando se percató de la presencia de un halcón que, planeando junto al hombre, le miraba con una mezcla de interrogación y amenaza en sus ojos.

        En aquel momento, Carmen, la del séptimo, sacudía una alfombra. El polvo resultante cayó sobre la cabeza del rapaz que, tras tres estornudos, dio media vuelta renunciando a su objetivo.

           Libre de peligro, el gorrión salió de su guarida y comenzó a hacer piruetas alrededor de la cabeza de su salvador dando muestras de alegría. El humano sonrió y dijo: “Vale, vale, ya está bien, que me voy a marear”.

         Entonces, el bicho se colocó bajo su sobaco y, tras guiñarle un ojo, comenzó a aletear. Estuvo hábil para evitar ser atrapado por el brazo que, debido al cosquilleo, automáticamente se plegó, provocando que mi vecino diera un giro de 180 grados. Y, tras gorjear de risa, se despidió con una de sus extremidades, desapareciendo tras una esquina.

      Mi vecino decidió volver a casa, pensando en el rico y energético desayuno que le esperaba. Después de un elegante y suave aterrizaje, comprobó que yo aún estaba allí, inmóvil, sin quitarle ojo.

         Sin moverse del sitio me tendió su mano. Yo, pisando cascotes llegué hasta él y le dí la mía. Y, juntos, nos sentamos a los pies de la cama mirando la ventana.

acorralados


Acorralados


           ¿Mi último recuerdo?:
      
        Cerraré los ojos y contaré hasta tres. Después los abriré y, si no te has ido... ¡juro por Dios que te denuncio!
     
            Uno... ¡no te escucho moverte!

            Dos... ¿estás seguro de lo que haces?

            Tres... ¡Oh, no! por favor, no, ¡Ahhhhhh!

        Y verme, desde el techo, espatarrada en la silla, con un corte de oreja a oreja. ¡Ni cerrarme los ojos pudo!